4 de diciembre de 2016 – Segundo Domingo de Adviento
Los tiempos de crisis que estamos viviendo nos tienen desorientados y muchos países sienten la tentación de cambios políticos, a veces un tanto arriesgados, para encontrar una solución que la política tradicional no es capaz de dar. En el fondo seguimos creyendo que estamos viviendo una crisis económica y social que se puede solucionar cambios políticos. Como el papa Francisco ha insistido, estamos viviendo una crisis de valores, eminentemente religiosa. En efecto tiene que ver con el sentido de la vida y del trabajo. Un sistema montado para el lucro de unos pocos no puede funcionar. Es un sistema ya agotado.
Tanto Juan el Bautista como Jesús vivieron también en un tiempo de crisis más aguda que la nuestra y suscitaron grandes esperanzas en el pueblo. Juan es el último de los profetas del Antiguo Testamento que anuncia la presencia del Profeta Definitivo de Dios, Jesús. Es en Jesús en quien Dios mismo se hace presente y nos trae la salvación definitiva. Juan aparece en el desierto porque es allí donde se hace sentir más agudamente la necesidad de la salvación (Mt 3,1-12). El pueblo de Dios en su travesía del desierto, después de salir de Egipto, se dio cuenta de que su vida dependía totalmente de Dios. Tan sólo orientándose hacia Él podían vivir en un desierto inhabitable.
Al contrario de los políticos, Juan el Bautista proclama la verdad y hace ver a sus oyentes la parte de responsabilidad que tienen en la crisis en que están viviendo. Les hace sentir a sus contemporáneos cómo sus vidas se parecen a un desierto, a pesar de estar viviendo en la tierra que Dios dio a Abrahán. El simple hecho de pertenecer al pueblo de Dios no es garantía de que las personas estén produciendo los frutos de conversión que Dios pide de ellas. Ante el juicio de Dios, que se avecina en la persona de Jesús, la amenaza del castigo debe sacudir las conciencias.
Juan invita a cambiar de vida y a sellar el comienzo de ese cambio con un gesto profético, el bautismo. A través de él, uno se reconoce pecador y necesitado de la salvación de Dios. Es el primer paso para poder ser salvado. Si uno se considera ya bueno por el hecho de ser cristiano, no se ve la necesidad de cambiar. Aceptar lavar el propio cuerpo expresa la disponibilidad a purificar la propia vida, situándola en el horizonte de la voluntad de Dios. Juan no se hace ilusiones sobre la eficacia de ese gesto. Su bautismo expresa tan sólo la voluntad de convertirse, pero la conversión es un proceso que dura toda la vida. Tan sólo la conducta concreta, los frutos que se van produciendo, dirán la verdad de ese gesto.
Pero al mismo tiempo Juan anuncia otro tipo de bautismo, el bautismo que realizará Jesús mediante el Espíritu y el fuego. El fuego es capaz de consumir todos nuestros pecados, pero es el Espíritu el que crea en nosotros una realidad nueva, configurándonos con la muerte y la resurrección de Cristo. El bautismo y la fe hacen de nosotros una nueva criatura, que responde verdaderamente al plan original de Dios sobre el hombre. Pero tampoco aquí caben las ilusiones. El bautismo cristiano no es un rito mágico. Comporta la fe y la apertura a la acción del Espíritu, que inaugura una vida nueva.
Esa vida nueva nos sitúa en el horizonte de los tiempos mesiánicos anunciados por el profeta Is 11,1-10). La venida del Mesías, de Cristo Jesús, comporta una efusión del Espíritu, no sólo sobre su persona, sino sobre toda la humanidad y toda la creación que vuelve a su estado original en el paraíso. Allí el hombre vivía pacíficamente con los animales y éstos no se hacían daño los unos a los otros. Era un reino de justicia en el que se respetaban todas las manifestaciones de la vida. Que la celebración de la eucaristía avive nuestro deseo de la venida de Jesús para que vivamos en ese mundo nuevo que Él ha inaugurado.